Cuentos
de José Antonio Zambrano
1.-El
hombrecito de papel
Usted me ve en su escritorio, estoy entre los
papeles; me ve juguetear y después apoyarme en el portaplumas o sentarme en el
cenicero, y se pregunta: “¿De dónde salió este hombrecito de papel?”
La historia es
larga. Todo comenzó por la necesidad de verlo, pero, claro, como es usted un
señor muy ocupado, no resulta fácil encontrarlo. Vengo y me dicen: “El señor no
está”; vuelvo a venir y ya se ha ido; regreso, y tengo que esperar varias
horas, sin ningún resultado.
Después de esto,
¿qué remedio queda sino convertirse en papel y en letras y palabra? ¿Qué otra
cosa, digo, sino meterse en un sobre e ir de mano en mano hasta llegar a su
escritorio?
Soy de papel y de
letras y de palabras.
¡Qué curioso! Precisamente
la persona que antes evitaba nuestro encuentro, ahora me pone en sus manos. Y
aquí estoy. ¿Ya me vio? Soy un hombrecito de papel, mi cuerpo está cruzado por
letras y signos, como tatuado minuciosamente.
¡Tantos problemas
para llegar aquí! Y ahora que me sostiene delante de sus ojos le puedo decir
cuanto quiero. Lo saludo, le pregunto por la familia y le hablo de mis
propósitos. También, si quiero, podría insultarlo, pero, despreocúpese, no he
de portarme grosero. La familia de anónimos tiene que ver poco conmigo. En mi
pie izquierdo verá la firma responsable.
Ya me escuchó
usted bastante. Voy de retorno a mi sobre protector y después a invernar en el
archivo.
2.-El
mosquito escritor
Un mosquito, a pesar de tener un
cerebro pequeñísimo y unas patas muy delgadas, decidió ser escritor. Su
trompita y su cuerpo le servían de pluma fuente. Todas las noches iba y venía
chupando la sangre que ocupaba como tinta.
En hojas del
tamaño de una cabeza de alfiler fue escribiendo un texto que sólo él conocía.
¿Cuentos? ¿Una novela? ¿Su diario? ¿Cómo saberlo si lo redactaba en palabras
microscópicas?
En fin, llegó el
día en que el Mosquito Escritor terminó su libro y lo llevó al editor.
–¡Qué libro tan
pequeño! ¡Seguro que es el libro más pequeño del mundo! —dijo el editor
entusiasmado pues, como había escasez de papel, le desagradaban los libros
voluminosos.
Después de ver la
cubierta el editor trató de leer el libro, pero tenía las letras casi
invisibles.
–Veré si puedo
leerlo con una lupa.
Fue inútil, con
la lupa apenas se veían unos puntitos rojos.
–Tal vez con el
microscopio...
Y el editor
comenzó a leer valiéndose de un microscopio.
–¡Qué
interesante, qué interesante! —aseguraba mientras leía—. Desde el título lo
dice todo: Tratado sobre elefantes y
otros animales gigantescos. ¡Lástima que los elefantes no lo puedan leer!
Mosquito y editor
platicaron largamente, hasta que se pusieron de acuerdo y firmaron un contrato.
Así, el Mosquito
Escritor pasó a la historia como el creador del libro más pequeño que jamás se
escribió sobre los elefantes.
3.-Fantasma
sin suerte
Eran las doce de la noche y el fantasma dormía
en su cama. Este fantasma vivía en un desván: descansaba en el día y asustaba
de noche. ¿Qué cómo lo supe? Muy sencillo: lo espiaba por el ojo de la
cerradura, no por el ojo de la cerradura de la puerta del desván, sino por el
ojo de la cerradura de la puerta de la imaginación.
Esa noche, al
igual que todas las noches, sonó el despertador y el fantasma se levantó a la
carrera. Pero… ¡oh, desgracia! Por las prisas se descuidó y pisó primero con el
pie izquierdo. “¡Noche de mala suerte!”, dijo, pues como era fantasma de buena
cepa su deber era ser supersticioso a ultranza.
Después de que
pisó con el pie izquierdo, el fantasma corrió a tocar madera para librarse del
mal agüero. Tocando madera estaba cuando, “miau”, un gato negro apareció en la
ventana. “¡Noche de mala suerte!”, volvió a decir el fantasma y pensó que no
debería salir a trabajar, pero recordó que aún adeudaba la renta del desván.
“Ni modo, tengo que salir.” Preparó su sábana, se encomendó a todos los santos
y salió a la calle.
Desde tiempo
atrás era cada vez más difícil para los fantasmas encontrar en la ciudad calles
solitarias y oscuras donde pasearse a gusto. Por eso él prefería irse fuera de
la ciudad a vagar por bosques y llanos.
Llegó, pues, el
fantasma al campo y comenzó su recorrido. En eso estaba cuando, entre truenos y
relámpagos, se soltó la tormenta. “Y ahora, ¿dónde me protejo del agua?”
Porque, claro, estos personajes tienen prohibido usar paraguas o gabardinas y,
además, saben que es peligroso cubrirse de la lluvia bajo los árboles. ¡Ni
modo!, tuvo que emprender el camino de regreso a casa.
Entró de nuevo a
la ciudad. Iba el fantasma a toda carrera cuando, ¡zas!, tropezó y cayó en un
charco de agua. ¡Quedó convertido en una sopa!
¡Aaachú!, llegó
al poco rato el fantasma al desván, estaba bien resfriado. “Ojalá no me dé
pulmonía”, pensó. Se quitó la sábana y la puso a secar, se preparó un té y tomó
una aspirina.
Ya cuando estaba
en su cama, se le ocurrió mirar el calendario y cuando vio la fecha se llevó un
buen disgusto: ¡era martes 13, día de descanso obligatorio! “¡Qué tarea tan
ingrata es asustar a la gente!”, reflexionó el fantasma.
Y yo pensé: ¡Qué
mala costumbre es ser supersticioso!
Me dio tanta
lástima el fantasma que hice clic, como si apagara un televisor y dejé de
espiarlo por el ojo de la cerradura de la puerta de la imaginación.
4.-El
Ratón Compositor
Cansado de huir siempre del gato, un
ratón se encerró en su casa y se convirtió en un auténtico ratón de biblioteca.
Le gustaba la historia, la literatura y, sobre todo, la música. En esta última
centró tanto su aplicación que, poco después, se volvió experto en la materia.
Pasaron los días
y, como es natural, llegó el momento en que quiso aprovechar sus conocimientos
y comenzó a componer pequeñas piezas para un solo instrumento. Cuando creyó
lograr al fin una pieza digna pensó: “Ahora el siguiente paso es encontrar un
intérprete”.
Y salió de
puntitas cuidándose del gato. Era de noche.
Lo primero que
escuchó el Ratón Compositor al salir de casa fue la música de un grillo.
“Tal vez a ese
grillo le interese el asunto”, se dijo.
Guiado por la
música llegó hasta donde estaba el insecto musical. Al verlo, el grillo dejó de
frotar sus patas y preguntó al recién llegado qué se le ofrecía. El roedor le
explicó su propósito.
Después de
escuchar con atención el grillo dijo:
–Tengo prohibido
tocar piezas que no sean del repertorio tradicional. Pero no te desanimes, ¿por
qué no vas con el sapo? Ya nos tiene aburridos. ¡Siempre canta la misma
canción!
–No es mala idea.
Iré con él.
Sin más, el
grillo reanudó su serenata y el ratón se dio la vuelta para ir en busca del
sapo.
No tardó mucho en
encontrarlo. El sapo cantaba a la orilla de un arroyuelo bajo la luz de la
luna.
El ratón no sabía
nadar, así que tuvo cuidado de ver dónde ponía las patas para no caer en el
agua.
Al verlo, el sapo
interrumpió su canción. Después de saludarlo, el ratón le dijo lo que quería.
–No me gustan las
innovaciones —comentó el sapo con su ronca voz—. Soy feliz con mi monótona
canción. Ve con los pájaros, tal vez ellos te puedan ayudar.
–Claro, claro
—asintió resignado el ratón y se fue en busca de los pájaros.
Con mucho trabajo
subió por el tronco de un árbol y llegó a las ramas donde halló un nido, pero
los pájaros estaban dormidos y el ratón no los quiso despertar. Bueno, no todos
estaban dormidos; la lechuza estaba despierta y con los ojos bien abiertos. El
ratón se acercó a ella y le preguntó:
–Disculpe, ¿a qué
hora despiertan los pájaros?
–A la hora que
canta el gallo —respondió la lechuza.
Nuestro personaje
no tuvo más remedio que esperar a que cantara el gallo. Pasaron varias horas
hasta que... ¡quiquiriquí! Se
escuchó la voz del gallo y los pájaros salieron de sus nidos y comenzaron a
cantar.
El Ratón
Compositor fue con el pájaro que estaba más cerca y le contó su problema. El
ave pensó que el ratón estaba loco, porque los ratones no suelen andar en las
ramas de los árboles ni son compositores.
–Pero, ratón, ¿no
sabes que los pájaros somos compositores y músicos natos? Nosotros traemos la
música por dentro. Traernos una partitura es como capacitar a las abejas en la fabricación
de miel.
El ratón se
sintió ridículo y desmoralizado. Sin decir una palabra bajó del árbol y regresó
a casa.
–¿Tantos estudios
para qué? —expresó irritado—. ¡Y además la desvelada!
Siguió su marcha
totalmente deprimido. Sus ojos se cerraban de sueño. En eso atravesó un puente
bajo el que corría un arroyo.
El ratón se quedó
pensativo un momento y luego, decidido, lanzó al agua el cuaderno donde había
escrito su composición.
–Si nadie quiere
interpretarla es mejor que se pierda.
El arroyo tomó el
cuaderno, aprendió la canción antes de que las notas desaparecieran en el agua
y luego comenzó a cantarla al ritmo de la corriente.
Días después el
Ratón Compositor pasaba por el mismo puente cuando reconoció la melodía que
cantaba el arroyo.
–¡Ésa es la música
que yo compuse!
Y se fue feliz
pensando que su canción llegaría hasta el mar.
5.-El
violín del grillo
En un país lejano había cuatro
animales músicos encargados de mantener despierta la noche con las notas de sus
instrumentos. Estos animales músicos eran el mosquito, el grillo, el sapo y el
gallo.
Apenas se
ocultaba el Sol y entraba la noche, el mosquito iba y venía en la oscuridad
tocando su trompeta; después tocaba el turno al grillo que vivía en el desván.
El grillo, con su viejo violín, ofrecía a la noche su dulce serenata. Luego el
sapo, desde el estanque, con su bajo, la continuaba; y el gallo en el corral,
con su gran corno, la despedía. Esto lo hacían cotidianamente para que la noche
no se durmiera.
Cierto día, el
grillo tuvo que ir al taller de reparaciones porque su instrumento estaba
averiado y no sonaba bien.
–Vaya, vaya —dijo
el maestro del taller—. El violín se ha descompuesto por pasar tanto tiempo en
la oscuridad. Pero no te preocupes, grillo, bastará con que le pidas al sol un
rayo especial, y el violín se compondrá.
El grillo tomó su
instrumento y salió pensando: “¿Cómo conseguiré del sol un rayo especial?”.
Esa noche el
grillo tocó su serenata y le salieron varias notas desafinadas. El mosquito le
llamó la atención:
–Se va a aburrir
la noche si sigues tocando de esa manera.
Entonces el
grillo le contó al mosquito su problema. El mosquito quedó pensativo y luego
dijo:
–Mañana puedo
subir al cielo para pedirle al Sol uno de sus rayos.
–Te lo agradeceré
mucho —manifestó el grillo y siguió tocando su música.
Al otro día el
mosquito subió al cielo y, para no quemarse, le habló desde lejos al sol:
–Señor Sol, el
grillo necesita un rayo especial para que su violín se componga.
–Claro que tengo
rayos especiales para reparar los violines de los grillos, —confirmó el señor
Sol—, pero ahora no los puedo mandar porque es un poco tarde. Mañana lo tendrá,
dile al grillo que lo espere.
Y el mosquito
bajó con el recado del Sol.
Esa noche el
mosquito, el sapo y el gallo tocaron estupendamente sus melodías. El único que
desafinó fue, otra vez, el grillo.
–No se preocupen,
mañana mi violín estará listo y tocaré como ustedes —expresó el grillo
disculpándose.
Al día siguiente
el Sol tomó uno de sus rayos más pequeños y le dijo:
–Mira, tienes que
bajar hasta el techo de esa casa y buscar un agujero por donde te puedas meter
y llegar al desván. En el desván te esperará el grillo con el violín averiado
que tú vas a reparar.
–¡Correcto!
—contestó el rayo de sol y, ¡zum!, en un santiamén llegó al techo de la casa.
Ya ahí fue de un lado a otro buscando el agujero para colocarse en el desván.
En el mismo techo
estaba una lagartija dándose un baño de sol y cuando vio al rayo le preguntó,
con curiosidad:
–¿Qué andas
buscando por aquí, rayo de sol?
–Busco un agujerito
para meterme al desván.
Y la lagartija se
puso a buscar lo mismo que buscaba el rayo de sol.
–¿Y dónde está la
lluvia? —preguntó el rayo de sol.
–Como apenas
estamos en enero la lluvia todavía duerme en aquella nube —dijo la lagartija y
señaló una nube en el cielo.
–¿Y quién irá a
preguntarle a la lluvia, si está tan lejos y tan alta? —inquirió el rayo de
sol.
–Irás tú mismo
—respondió la lagartija y sacó de su casa el espejito del tocador.
–¡Ya me doy
cuenta —dijo el rayo de sol—: me monto en el espejo y rápidamente llegaré a la
nube donde duerme la lluvia!
El rayo de sol
subió al espejo y ¡zum!, partió a la velocidad de la luz.
Tal como lo
mencionó la lagartija, la lluvia estaba dormida porque apenas era enero y el
rayo de sol la tuvo que despertar.
–Lluvia, ¿podrías
decirme dónde hay un agujero en el techo de aquella casa?
La lluvia se
despertó un poco molesta porque estaba soñando cosas muy lindas.
–Todavía no es
tiempo de bajar. Apenas estamos en enero —dijo la lluvia, amodorrada.
El rayo de sol
tuvo que explicarle todo el problema desde el principio. Entonces, ya
completamente despierta, la lluvia le confío:
–Bien que conozco
ese hoyo. Todos los años me meto por él, gota por gotita y caigo en el desván.
Mira, el agujero está a tres pasos de la chimenea.
–¡Gracias,
lluvia! Ahora sigue durmiendo.
Y el rayo de sol
bajó a donde la lagartija y el espejito del tocador y se puso a buscar en el
lugar que le dijo la lluvia. Por fin lo encontró y llegó al desván donde estaba
el grillo con su violín averiado.
–Vamos a ver
—dijo el rayo de sol y tomó entre sus cálidos y luminosos brazos el violín—.
Bastará que lo tenga un momento así y el instrumento quedará reparado.
Al cabo de un
momento el rayo de sol devolvía su violín al grillo, y éste comenzó a tocar una
melodía.
–¡Quedó perfecto!
—exclamó el grillo—. ¡Gracias, rayo de sol!
Desde ese día el
grillo tocó tan maravillosamente su violín que la noche se llenaba de felicidad
al escucharlo.
6.-La
rata Adelaida
Adelaida era una rata de pueblo que, aunque
parezca mentira, se portaba honrada, le gustaba ser limpia y a nadie le hacía
daño. No era de esos animalitos que en cualquier descuido roen el queso, se
roban el pan o las tortillas o convierten en confeti las hojas de los libros.
No, qué va, todo lo contrario. Adelaida era una rata bien simpática, siempre
muy activa en su casa; una casa que su dueña se ocupaba en conservar de lo más
ordenada que se puedan imaginar.
Para trabajar, la
ratita se ponía un delantal, su pañuelo enredado en la cabeza y unos guantes
para no maltratar sus manos. Y si eso era cuando estaba en su casa, ya se
imaginarán para salir a la calle. Entonces se convertía en la admiración de
todo el mundo animal, por su elegancia.
Ustedes pensarán
que una rata así es algo raro, excepcional. En efecto, este animalito era
único, ya que tenía la misión de escribir cartitas a las niñas y a los niños
que pedían sus dientes; otras veces dejaba un juguete o una moneda.
Adelaida vivía
bien escondida en la bodega de una fábrica de telas y toallas, que estaba en el
centro del pueblo. De día se la pasaba trabajando en su casa; a veces se
convertía en trapecista y caminaba por el techo, se subía a la azotea a tomar
el sol y a observar desde la altura el movimiento del pueblo. ¡Vaya que era
divertido aquello! Pero era hasta la noche cuando podía salir. Aparte de ser su
obligación, le encantaba hacer recorridos nocturnos. En la tranquila oscuridad,
bajo el cielo estrellado, Adelaida era feliz peregrinando por esas calles de
Dios, mientras escuchaba la música de los grillos.
Una fría noche de
diciembre, el roedor se puso sus medias de lana, su abrigo y su bufanda, pues
tenía que salir a entregarle su regalo a Argentina, una niña de apenas tres
años. Ya que estuvo lista, salió y cerró bien la puerta. La rata caminaba despacio;
cuando veía a alguien se paraba, se escondía y reanudaba la marcha cuando la
persona pasaba. Como la casa de la niña no estaba tan retirada, pronto llegó. A
distancia, la casa de Argentina era como un gran cubo de cristal iluminado por
dentro que despedía luz hacia el exterior. “¡Qué casa tan iluminada!”, pensó
Adelaida. Asomándose por una de las grandes ventanas, la rata pudo darse cuenta
del origen de aquel derroche de luminosidad: había dos candiles suspendidos
arriba, varios espejos, un juego de cristalería y un refulgente árbol de
Navidad.
Adelaida pensó
que tanta luz caía directamente desde una estrella del cielo, en un rayo
luminoso, para llenar la casa de Argentina. La rata imaginó que entre tanta luz
se podía nadar y que si abría la puerta, la luz saldría en un torrente
incontenible para inundar las calles.
Las arañas
luminosas, colgadas del techo, le recordaron a Adelaida a su amiga, una araña
de verdad, que vivía escondida en la caja de un interruptor eléctrico. Se quedó
pensando en eso porque ahora no podía entrar, la niña estaba todavía despierta,
aunque sólo aparentemente, ya que sueño y vigilia tenía mucho en común para
ella: si estaba despierta actuaba como si soñara y al dormirse le gustaba
continuar, en sueños, con los juegos del día.
Una noche,
Argentina contó los pasos que había del comedor a su cama: nueve. De regreso,
ante su mamá y su tía que estaban en la mesa, comentó: “Con sólo dar nueve
pasos estoy en el país de los sueños”.
A la niña también
le gustaba inventar palabras extrañas, desconocidas, que nunca nadie había
escuchado, como si pertenecieran a otro país, a otra lengua. Tales palabras no
eran comprendidas ni por la rata Adelaida, que en sus correrías por el mundo
tuvo oportunidad de aprender varios idiomas.
Adelaida ya había
visitado en repetidas ocasiones la casa de Argentina. En una de ellas, cuando
la ratita estaba a un lado de la cama de la niña, ésta despertó, la vio y como
estaba amodorrada pensó que seguía soñando. La pequeña le habló al roedor,
Adelaida le contestó y platicaron un buen rato; luego, Argentina se durmió y
esa platica la recordó como un sueño o como un rato de juego bajo la mesa con
“Cachorrito”, el perrito de la casa.
Adelaida seguía
observando tras el cristal de la ventana. Argentina no parecía tener sueño
todavía y jugaba sobre la alfombra, mientras su mamá y su tía platicaban
sentadas a la mesa, en el centro de la cual se hallaba un gran recipiente de
fino cristal rodeado de varios vasos y copas. Argentina se puso de pie y fue a
sentarse a un lado de su tía, frente a los objetos de cristal para mirar a
través de ellos. Le gustaba hacer eso para sentirse dentro de la casa de
espejos, mirando el curioso aspecto que tomaban las personas, los animales y
las cosas, vistos a través de las cosas convexas, cóncavas o prismáticas de
esos utensilios transparentes, como agua cristalizada en una noche invernal,
como aire petrificado por un amigo fantástico. “Eso es como ponerse en el
espacio que ocupaban, aquellos inocentes objetos parecen desde aquí el mundo
sacado de un sueño”, reflexionaba Argentina y dio a imaginarse si no saldrían
de ahí las escenas que pasaban por su mente mientras dormía, como cuando soñó
que varias personas flotaban en el aire como globos y que luego, como globos
también, reventaban y desaparecían.
Si Argentina
hubiera cambiado de posición para mirar hacia la calle, habría visto a Adelaida
aún curioseando por la ventana; imaginaría a la ratita como uno de esos seres
de fantasía creados por las formas de los cristales, en esa pequeña dimensión.
7.-Asamblea
frutal
Cierto día las frutas decidieron hacer
una asamblea para elegir a su reina o rey. Los primeros en llegar fueron el
Melón, la Naranja, la Uva y la Ciruela, quienes por su forma casi esférica
pudieron desplazarse rodando. Luego apareció la señorita Mandarina, muy
coqueta, con unas hojitas adornándole la cabeza.
–¡Buenos días,
chicos! —saludó el Zapote Prieto quitándose el sombrero.
El Plátano entró
despeinado; por la prisas, al desprenderse de la penca tuvo que dar vueltas y
más vueltas sobre sí mismo y se le alborotó la melena.
Cuando tocó el
turno de la Tuna todos se hicieron a un lado para que no los espinara.
La Manzana llegó
incompleta, porque tropezó en el camino con un glotón que le dio una mordida al
verla tan sabrosa.
Cuando se
disponían a iniciar la asamblea tocaron a la puerta: eran la Papaya y la
Sandía, que por estar tan gordas se vinieron paso a pasito. Parecía que ahora
sí ya estaban completos, pero en eso... toc, toc, toc, se escuchó: era doña
Nuez, que por viejecita caminaba muy despacio apoyada en su bastón.
En fin, que ahora
sí ya estaban todos y los asistentes comenzaron a proponer candidatos al trono.
–¡Propongo para
rey al Mango! —dijo la Fresa y se puso todavía más colorada por el rubor.
–¿Por qué lo
propone usted? —preguntó el Melón, que presidía la asamblea.
–Bueno, lo
propongo porque el Mango tiene un gran corazón —mintió la Fresa, porque la
verdad era que estaba enamorada
de él.
–Se tomará en
cuenta al Mango —repuso el Melón.
–Pues aunque
parezca vanidad —interrumpió el Aguacate—, yo me propongo para ser el rey de la
frutas.
–Exponga sus
motivos –pidió el Melón.
–Es que si la
Fresa propone al Mango porque éste tiene un gran corazón, yo me postulo como
candidato por la dureza del mío. Recordemos que los mejores reyes son quienes
tienen duro el corazón. Creo que yo cumplo mejor que nadie con este requisito.
–¡Mentira,
mentira! —gritaron al unísono la Ciruela y su primo el Chabacano—. Nuestro
corazón es aún más duro que el del Aguacate.
–¡Ja, ja, ja! —se
escuchó al fondo de la sala.
–Más seriedad,
por favor —pidió el Melón—. ¿De quién fueron esas carcajadas?
–Perdón, yo fui
quien soltó la risa —contestó la Piña—. Es que no pude aguantarme después de
escuchar a la Fresa, al Aguacate, a la Ciruela y al Chabacano. Porque, modestia
aparte, nadie merece el título de reina de las frutas, sino yo.
–¿Y usted por
qué? —interrogó el Melón desde el estrado.
–Porque la naturaleza
así lo ha querido —respondió jactanciosa la Piña—, no en vano me otorgó la
corona que llevo en la cabeza.
Las carcajadas
que soltaron todos se escucharon hasta China; incluso el Melón, quien aparte de
ser el presidente de la asamblea era el más serio de la concurrencia, se
desternillaba de risa sosteniendo con sus dos manos su redonda barriga.
–Bueno, pues si
se ríen de mí no me importa a quién elijan como reina o rey. Pueden quedarse
con su asamblea y que les aproveche —dijo la Piña y se fue furiosa, dando un
portazo
Una vez que
volvió la calma a la sala pidió la palabra la Guayaba y dijo:
–Si la Fresa
propone al Mango, por tener éste un gran corazón, y si el Aguacate se propone
por la dureza del suyo, yo también puedo ser reina de las frutas.
–¿Y usted por
qué, señorita Guayaba?
–Tengo muchos
corazones y un olor riquísimo.
–Bueno, si la
Guayaba quiere ser la reina, yo también —replicó la Uva—. Gracias a la dulzura
que guardo dentro de mí, siendo reina nunca les daré sinsabores.
–Y yo, a pesar de
mi tamaño, ¿no tengo derecho? —preguntó la Sandía.
–¡No se olviden
de mí! —exclamó el rubio Durazno, quien por ser un ricachón venido desde
California se creyó con derecho de meter su cuchara.
–¡Los pobres y
pequeños queremos una oportunidad! —gritó el Cacahuate.
Y después del
Cacahuate todos reclamaron el trono. Comenzaron a discutir, luego a pelear, sin
hacer mayor caso al Melón que gritaba:
–¡Orden, orden!
Al final no
pudieron ponerse de acuerdo y abandonaron en tropel la sala. Todas la frutas
iban magulladas por el pleito y dolidas porque nadie fue reina o rey entre
ellos.