martes, 25 de febrero de 2025

ELEMENTOS DIGITALES / PORTADA DE LIBRO

 

Cuentos de José Antonio Zambrano

 

1.-El hombrecito de papel

Usted me ve en su escritorio, estoy entre los papeles; me ve juguetear y después apoyarme en el portaplumas o sentarme en el cenicero, y se pregunta: “¿De dónde salió este hombrecito de papel?”

La historia es larga. Todo comenzó por la necesidad de verlo, pero, claro, como es usted un señor muy ocupado, no resulta fácil encontrarlo. Vengo y me dicen: “El señor no está”; vuelvo a venir y ya se ha ido; regreso, y tengo que esperar varias horas, sin ningún resultado.

Después de esto, ¿qué remedio queda sino convertirse en papel y en letras y palabra? ¿Qué otra cosa, digo, sino meterse en un sobre e ir de mano en mano hasta llegar a su escritorio?

Soy de papel y de letras y de palabras.

¡Qué curioso! Precisamente la persona que antes evitaba nuestro encuentro, ahora me pone en sus manos. Y aquí estoy. ¿Ya me vio? Soy un hombrecito de papel, mi cuerpo está cruzado por letras y signos, como tatuado minuciosamente.

¡Tantos problemas para llegar aquí! Y ahora que me sostiene delante de sus ojos le puedo decir cuanto quiero. Lo saludo, le pregunto por la familia y le hablo de mis propósitos. También, si quiero, podría insultarlo, pero, despreocúpese, no he de portarme grosero. La familia de anónimos tiene que ver poco conmigo. En mi pie izquierdo verá la firma responsable.

Ya me escuchó usted bastante. Voy de retorno a mi sobre protector y después a invernar en el archivo.

 

2.-El mosquito escritor

Un mosquito, a pesar de tener un cerebro pequeñísimo y unas patas muy delgadas, decidió ser escritor. Su trompita y su cuerpo le servían de pluma fuente. Todas las noches iba y venía chupando la sangre que ocupaba como tinta.

En hojas del tamaño de una cabeza de alfiler fue escribiendo un texto que sólo él conocía. ¿Cuentos? ¿Una novela? ¿Su diario? ¿Cómo saberlo si lo redactaba en palabras microscópicas?

En fin, llegó el día en que el Mosquito Escritor terminó su libro y lo llevó al editor.

–¡Qué libro tan pequeño! ¡Seguro que es el libro más pequeño del mundo! —dijo el editor entusiasmado pues, como había escasez de papel, le desagradaban los libros voluminosos.

Después de ver la cubierta el editor trató de leer el libro, pero tenía las letras casi invisibles.

–Veré si puedo leerlo con una lupa.

Fue inútil, con la lupa apenas se veían unos puntitos rojos.

–Tal vez con el microscopio...

Y el editor comenzó a leer valiéndose de un microscopio.

–¡Qué interesante, qué interesante! —aseguraba mientras leía—. Desde el título lo dice todo: Tratado sobre elefantes y otros animales gigantescos. ¡Lástima que los elefantes no lo puedan leer!

Mosquito y editor platicaron largamente, hasta que se pusieron de acuerdo y firmaron un contrato.

Así, el Mosquito Escritor pasó a la historia como el creador del libro más pequeño que jamás se escribió sobre los elefantes.

 

3.-Fantasma sin suerte

Eran las doce de la noche y el fantasma dormía en su cama. Este fantasma vivía en un desván: descansaba en el día y asustaba de noche. ¿Qué cómo lo supe? Muy sencillo: lo espiaba por el ojo de la cerradura, no por el ojo de la cerradura de la puerta del desván, sino por el ojo de la cerradura de la puerta de la imaginación.

Esa noche, al igual que todas las noches, sonó el despertador y el fantasma se levantó a la carrera. Pero… ¡oh, desgracia! Por las prisas se descuidó y pisó primero con el pie izquierdo. “¡Noche de mala suerte!”, dijo, pues como era fantasma de buena cepa su deber era ser supersticioso a ultranza.

Después de que pisó con el pie izquierdo, el fantasma corrió a tocar madera para librarse del mal agüero. Tocando madera estaba cuando, “miau”, un gato negro apareció en la ventana. “¡Noche de mala suerte!”, volvió a decir el fantasma y pensó que no debería salir a trabajar, pero recordó que aún adeudaba la renta del desván. “Ni modo, tengo que salir.” Preparó su sábana, se encomendó a todos los santos y salió a la calle.

Desde tiempo atrás era cada vez más difícil para los fantasmas encontrar en la ciudad calles solitarias y oscuras donde pasearse a gusto. Por eso él prefería irse fuera de la ciudad a vagar por bosques y llanos.

Llegó, pues, el fantasma al campo y comenzó su recorrido. En eso estaba cuando, entre truenos y relámpagos, se soltó la tormenta. “Y ahora, ¿dónde me protejo del agua?” Porque, claro, estos personajes tienen prohibido usar paraguas o gabardinas y, además, saben que es peligroso cubrirse de la lluvia bajo los árboles. ¡Ni modo!, tuvo que emprender el camino de regreso a casa.

Entró de nuevo a la ciudad. Iba el fantasma a toda carrera cuando, ¡zas!, tropezó y cayó en un charco de agua. ¡Quedó convertido en una sopa!

¡Aaachú!, llegó al poco rato el fantasma al desván, estaba bien resfriado. “Ojalá no me dé pulmonía”, pensó. Se quitó la sábana y la puso a secar, se preparó un té y tomó una aspirina.

Ya cuando estaba en su cama, se le ocurrió mirar el calendario y cuando vio la fecha se llevó un buen disgusto: ¡era martes 13, día de descanso obligatorio! “¡Qué tarea tan ingrata es asustar a la gente!”, reflexionó el fantasma.

Y yo pensé: ¡Qué mala costumbre es ser supersticioso!

Me dio tanta lástima el fantasma que hice clic, como si apagara un televisor y dejé de espiarlo por el ojo de la cerradura de la puerta de la imaginación.

 

4.-El Ratón Compositor

Cansado de huir siempre del gato, un ratón se encerró en su casa y se convirtió en un auténtico ratón de biblioteca. Le gustaba la historia, la literatura y, sobre todo, la música. En esta última centró tanto su aplicación que, poco después, se volvió experto en la materia.

Pasaron los días y, como es natural, llegó el momento en que quiso aprovechar sus conocimientos y comenzó a componer pequeñas piezas para un solo instrumento. Cuando creyó lograr al fin una pieza digna pensó: “Ahora el siguiente paso es encontrar un intérprete”.

Y salió de puntitas cuidándose del gato. Era de noche.

Lo primero que escuchó el Ratón Compositor al salir de casa fue la música de un grillo.

“Tal vez a ese grillo le interese el asunto”, se dijo.

Guiado por la música llegó hasta donde estaba el insecto musical. Al verlo, el grillo dejó de frotar sus patas y preguntó al recién llegado qué se le ofrecía. El roedor le explicó su propósito.

Después de escuchar con atención el grillo dijo:

–Tengo prohibido tocar piezas que no sean del repertorio tradicional. Pero no te desanimes, ¿por qué no vas con el sapo? Ya nos tiene aburridos. ¡Siempre canta la misma canción!

–No es mala idea. Iré con él.

Sin más, el grillo reanudó su serenata y el ratón se dio la vuelta para ir en busca del sapo.

No tardó mucho en encontrarlo. El sapo cantaba a la orilla de un arroyuelo bajo la luz de la luna.

El ratón no sabía nadar, así que tuvo cuidado de ver dónde ponía las patas para no caer en el agua.

Al verlo, el sapo interrumpió su canción. Después de saludarlo, el ratón le dijo lo que quería.

–No me gustan las innovaciones —comentó el sapo con su ronca voz—. Soy feliz con mi monótona canción. Ve con los pájaros, tal vez ellos te puedan ayudar.

–Claro, claro —asintió resignado el ratón y se fue en busca de los pájaros.

Con mucho trabajo subió por el tronco de un árbol y llegó a las ramas donde halló un nido, pero los pájaros estaban dormidos y el ratón no los quiso despertar. Bueno, no todos estaban dormidos; la lechuza estaba despierta y con los ojos bien abiertos. El ratón se acercó a ella y le preguntó:

–Disculpe, ¿a qué hora despiertan los pájaros?

–A la hora que canta el gallo —respondió la lechuza.

Nuestro personaje no tuvo más remedio que esperar a que cantara el gallo. Pasaron varias horas hasta que... ¡quiquiriquí! Se escuchó la voz del gallo y los pájaros salieron de sus nidos y comenzaron a cantar.

El Ratón Compositor fue con el pájaro que estaba más cerca y le contó su problema. El ave pensó que el ratón estaba loco, porque los ratones no suelen andar en las ramas de los árboles ni son compositores.

–Pero, ratón, ¿no sabes que los pájaros somos compositores y músicos natos? Nosotros traemos la música por dentro. Traernos una partitura es como capacitar a las abejas en la fabricación de miel.

El ratón se sintió ridículo y desmoralizado. Sin decir una palabra bajó del árbol y regresó a casa.

–¿Tantos estudios para qué? —expresó irritado—. ¡Y además la desvelada!

Siguió su marcha totalmente deprimido. Sus ojos se cerraban de sueño. En eso atravesó un puente bajo el que corría un arroyo.

El ratón se quedó pensativo un momento y luego, decidido, lanzó al agua el cuaderno donde había escrito su composición.

–Si nadie quiere interpretarla es mejor que se pierda.

El arroyo tomó el cuaderno, aprendió la canción antes de que las notas desaparecieran en el agua y luego comenzó a cantarla al ritmo de la corriente.

Días después el Ratón Compositor pasaba por el mismo puente cuando reconoció la melodía que cantaba el arroyo.

–¡Ésa es la música que yo compuse!

Y se fue feliz pensando que su canción llegaría hasta el mar.

 

5.-El violín del grillo

En un país lejano había cuatro animales músicos encargados de mantener despierta la noche con las notas de sus instrumentos. Estos animales músicos eran el mosquito, el grillo, el sapo y el gallo.

Apenas se ocultaba el Sol y entraba la noche, el mosquito iba y venía en la oscuridad tocando su trompeta; después tocaba el turno al grillo que vivía en el desván. El grillo, con su viejo violín, ofrecía a la noche su dulce serenata. Luego el sapo, desde el estanque, con su bajo, la continuaba; y el gallo en el corral, con su gran corno, la despedía. Esto lo hacían cotidianamente para que la noche no se durmiera.

Cierto día, el grillo tuvo que ir al taller de reparaciones porque su instrumento estaba averiado y no sonaba bien.

–Vaya, vaya —dijo el maestro del taller—. El violín se ha descompuesto por pasar tanto tiempo en la oscuridad. Pero no te preocupes, grillo, bastará con que le pidas al sol un rayo especial, y el violín se compondrá.

El grillo tomó su instrumento y salió pensando: “¿Cómo conseguiré del sol un rayo especial?”.

Esa noche el grillo tocó su serenata y le salieron varias notas desafinadas. El mosquito le llamó la atención:

–Se va a aburrir la noche si sigues tocando de esa manera.

Entonces el grillo le contó al mosquito su problema. El mosquito quedó pensativo y luego dijo:

–Mañana puedo subir al cielo para pedirle al Sol uno de sus rayos.

–Te lo agradeceré mucho —manifestó el grillo y siguió tocando su música.

Al otro día el mosquito subió al cielo y, para no quemarse, le habló desde lejos al sol:

–Señor Sol, el grillo necesita un rayo especial para que su violín se componga.

–Claro que tengo rayos especiales para reparar los violines de los grillos, —confirmó el señor Sol—, pero ahora no los puedo mandar porque es un poco tarde. Mañana lo tendrá, dile al grillo que lo espere.

Y el mosquito bajó con el recado del Sol.

Esa noche el mosquito, el sapo y el gallo tocaron estupendamente sus melodías. El único que desafinó fue, otra vez, el grillo.

–No se preocupen, mañana mi violín estará listo y tocaré como ustedes —expresó el grillo disculpándose.

Al día siguiente el Sol tomó uno de sus rayos más pequeños y le dijo:

–Mira, tienes que bajar hasta el techo de esa casa y buscar un agujero por donde te puedas meter y llegar al desván. En el desván te esperará el grillo con el violín averiado que tú vas a reparar.

–¡Correcto! —contestó el rayo de sol y, ¡zum!, en un santiamén llegó al techo de la casa. Ya ahí fue de un lado a otro buscando el agujero para colocarse en el desván.

En el mismo techo estaba una lagartija dándose un baño de sol y cuando vio al rayo le preguntó, con curiosidad:

–¿Qué andas buscando por aquí, rayo de sol?

–Busco un agujerito para meterme al desván.

Y la lagartija se puso a buscar lo mismo que buscaba el rayo de sol.

–¿Y dónde está la lluvia? —preguntó el rayo de sol.

–Como apenas estamos en enero la lluvia todavía duerme en aquella nube —dijo la lagartija y señaló una nube en el cielo.

–¿Y quién irá a preguntarle a la lluvia, si está tan lejos y tan alta? —inquirió el rayo de sol.

–Irás tú mismo —respondió la lagartija y sacó de su casa el espejito del tocador.

–¡Ya me doy cuenta —dijo el rayo de sol—: me monto en el espejo y rápidamente llegaré a la nube donde duerme la lluvia!

El rayo de sol subió al espejo y ¡zum!, partió a la velocidad de la luz.

Tal como lo mencionó la lagartija, la lluvia estaba dormida porque apenas era enero y el rayo de sol la tuvo que despertar.

–Lluvia, ¿podrías decirme dónde hay un agujero en el techo de aquella casa?

La lluvia se despertó un poco molesta porque estaba soñando cosas muy lindas.

–Todavía no es tiempo de bajar. Apenas estamos en enero —dijo la lluvia, amodorrada.

El rayo de sol tuvo que explicarle todo el problema desde el principio. Entonces, ya completamente despierta, la lluvia le confío:

–Bien que conozco ese hoyo. Todos los años me meto por él, gota por gotita y caigo en el desván. Mira, el agujero está a tres pasos de la chimenea.

–¡Gracias, lluvia! Ahora sigue durmiendo.

Y el rayo de sol bajó a donde la lagartija y el espejito del tocador y se puso a buscar en el lugar que le dijo la lluvia. Por fin lo encontró y llegó al desván donde estaba el grillo con su violín averiado.

–Vamos a ver —dijo el rayo de sol y tomó entre sus cálidos y luminosos brazos el violín—. Bastará que lo tenga un momento así y el instrumento quedará reparado.

Al cabo de un momento el rayo de sol devolvía su violín al grillo, y éste comenzó a tocar una melodía.

–¡Quedó perfecto! —exclamó el grillo—. ¡Gracias, rayo de sol!

Desde ese día el grillo tocó tan maravillosamente su violín que la noche se llenaba de felicidad al escucharlo.

 

6.-La rata Adelaida

Adelaida era una rata de pueblo que, aunque parezca mentira, se portaba honrada, le gustaba ser limpia y a nadie le hacía daño. No era de esos animalitos que en cualquier descuido roen el queso, se roban el pan o las tortillas o convierten en confeti las hojas de los libros. No, qué va, todo lo contrario. Adelaida era una rata bien simpática, siempre muy activa en su casa; una casa que su dueña se ocupaba en conservar de lo más ordenada que se puedan imaginar.

Para trabajar, la ratita se ponía un delantal, su pañuelo enredado en la cabeza y unos guantes para no maltratar sus manos. Y si eso era cuando estaba en su casa, ya se imaginarán para salir a la calle. Entonces se convertía en la admiración de todo el mundo animal, por su elegancia.

Ustedes pensarán que una rata así es algo raro, excepcional. En efecto, este animalito era único, ya que tenía la misión de escribir cartitas a las niñas y a los niños que pedían sus dientes; otras veces dejaba un juguete o una moneda.

Adelaida vivía bien escondida en la bodega de una fábrica de telas y toallas, que estaba en el centro del pueblo. De día se la pasaba trabajando en su casa; a veces se convertía en trapecista y caminaba por el techo, se subía a la azotea a tomar el sol y a observar desde la altura el movimiento del pueblo. ¡Vaya que era divertido aquello! Pero era hasta la noche cuando podía salir. Aparte de ser su obligación, le encantaba hacer recorridos nocturnos. En la tranquila oscuridad, bajo el cielo estrellado, Adelaida era feliz peregrinando por esas calles de Dios, mientras escuchaba la música de los grillos.

Una fría noche de diciembre, el roedor se puso sus medias de lana, su abrigo y su bufanda, pues tenía que salir a entregarle su regalo a Argentina, una niña de apenas tres años. Ya que estuvo lista, salió y cerró bien la puerta. La rata caminaba despacio; cuando veía a alguien se paraba, se escondía y reanudaba la marcha cuando la persona pasaba. Como la casa de la niña no estaba tan retirada, pronto llegó. A distancia, la casa de Argentina era como un gran cubo de cristal iluminado por dentro que despedía luz hacia el exterior. “¡Qué casa tan iluminada!”, pensó Adelaida. Asomándose por una de las grandes ventanas, la rata pudo darse cuenta del origen de aquel derroche de luminosidad: había dos candiles suspendidos arriba, varios espejos, un juego de cristalería y un refulgente árbol de Navidad.

Adelaida pensó que tanta luz caía directamente desde una estrella del cielo, en un rayo luminoso, para llenar la casa de Argentina. La rata imaginó que entre tanta luz se podía nadar y que si abría la puerta, la luz saldría en un torrente incontenible para inundar las calles.

Las arañas luminosas, colgadas del techo, le recordaron a Adelaida a su amiga, una araña de verdad, que vivía escondida en la caja de un interruptor eléctrico. Se quedó pensando en eso porque ahora no podía entrar, la niña estaba todavía despierta, aunque sólo aparentemente, ya que sueño y vigilia tenía mucho en común para ella: si estaba despierta actuaba como si soñara y al dormirse le gustaba continuar, en sueños, con los juegos del día.

Una noche, Argentina contó los pasos que había del comedor a su cama: nueve. De regreso, ante su mamá y su tía que estaban en la mesa, comentó: “Con sólo dar nueve pasos estoy en el país de los sueños”.

A la niña también le gustaba inventar palabras extrañas, desconocidas, que nunca nadie había escuchado, como si pertenecieran a otro país, a otra lengua. Tales palabras no eran comprendidas ni por la rata Adelaida, que en sus correrías por el mundo tuvo oportunidad de aprender varios idiomas.

Adelaida ya había visitado en repetidas ocasiones la casa de Argentina. En una de ellas, cuando la ratita estaba a un lado de la cama de la niña, ésta despertó, la vio y como estaba amodorrada pensó que seguía soñando. La pequeña le habló al roedor, Adelaida le contestó y platicaron un buen rato; luego, Argentina se durmió y esa platica la recordó como un sueño o como un rato de juego bajo la mesa con “Cachorrito”, el perrito de la casa.

Adelaida seguía observando tras el cristal de la ventana. Argentina no parecía tener sueño todavía y jugaba sobre la alfombra, mientras su mamá y su tía platicaban sentadas a la mesa, en el centro de la cual se hallaba un gran recipiente de fino cristal rodeado de varios vasos y copas. Argentina se puso de pie y fue a sentarse a un lado de su tía, frente a los objetos de cristal para mirar a través de ellos. Le gustaba hacer eso para sentirse dentro de la casa de espejos, mirando el curioso aspecto que tomaban las personas, los animales y las cosas, vistos a través de las cosas convexas, cóncavas o prismáticas de esos utensilios transparentes, como agua cristalizada en una noche invernal, como aire petrificado por un amigo fantástico. “Eso es como ponerse en el espacio que ocupaban, aquellos inocentes objetos parecen desde aquí el mundo sacado de un sueño”, reflexionaba Argentina y dio a imaginarse si no saldrían de ahí las escenas que pasaban por su mente mientras dormía, como cuando soñó que varias personas flotaban en el aire como globos y que luego, como globos también, reventaban y desaparecían.

Si Argentina hubiera cambiado de posición para mirar hacia la calle, habría visto a Adelaida aún curioseando por la ventana; imaginaría a la ratita como uno de esos seres de fantasía creados por las formas de los cristales, en esa pequeña dimensión.

 

7.-Asamblea frutal

Cierto día las frutas decidieron hacer una asamblea para elegir a su reina o rey. Los primeros en llegar fueron el Melón, la Naranja, la Uva y la Ciruela, quienes por su forma casi esférica pudieron desplazarse rodando. Luego apareció la señorita Mandarina, muy coqueta, con unas hojitas adornándole la cabeza.

–¡Buenos días, chicos! —saludó el Zapote Prieto quitándose el sombrero.

El Plátano entró despeinado; por la prisas, al desprenderse de la penca tuvo que dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo y se le alborotó la melena.

Cuando tocó el turno de la Tuna todos se hicieron a un lado para que no los espinara.

La Manzana llegó incompleta, porque tropezó en el camino con un glotón que le dio una mordida al verla tan sabrosa.

Cuando se disponían a iniciar la asamblea tocaron a la puerta: eran la Papaya y la Sandía, que por estar tan gordas se vinieron paso a pasito. Parecía que ahora sí ya estaban completos, pero en eso... toc, toc, toc, se escuchó: era doña Nuez, que por viejecita caminaba muy despacio apoyada en su bastón.

En fin, que ahora sí ya estaban todos y los asistentes comenzaron a proponer candidatos al trono.

–¡Propongo para rey al Mango! —dijo la Fresa y se puso todavía más colorada por el rubor.

–¿Por qué lo propone usted? —preguntó el Melón, que presidía la asamblea.

–Bueno, lo propongo porque el Mango tiene un gran corazón —mintió la Fresa, porque la verdad era que estaba enamorada 

de él.

–Se tomará en cuenta al Mango —repuso el Melón.

–Pues aunque parezca vanidad —interrumpió el Aguacate—, yo me propongo para ser el rey de la frutas.

–Exponga sus motivos –pidió el Melón.

–Es que si la Fresa propone al Mango porque éste tiene un gran corazón, yo me postulo como candidato por la dureza del mío. Recordemos que los mejores reyes son quienes tienen duro el corazón. Creo que yo cumplo mejor que nadie con este requisito.

–¡Mentira, mentira! —gritaron al unísono la Ciruela y su primo el Chabacano—. Nuestro corazón es aún más duro que el del Aguacate.

–¡Ja, ja, ja! —se escuchó al fondo de la sala.

–Más seriedad, por favor —pidió el Melón—. ¿De quién fueron esas carcajadas?

–Perdón, yo fui quien soltó la risa —contestó la Piña—. Es que no pude aguantarme después de escuchar a la Fresa, al Aguacate, a la Ciruela y al Chabacano. Porque, modestia aparte, nadie merece el título de reina de las frutas, sino yo.

–¿Y usted por qué? —interrogó el Melón desde el estrado.

–Porque la naturaleza así lo ha querido —respondió jactanciosa la Piña—, no en vano me otorgó la corona que llevo en la cabeza.

Las carcajadas que soltaron todos se escucharon hasta China; incluso el Melón, quien aparte de ser el presidente de la asamblea era el más serio de la concurrencia, se desternillaba de risa sosteniendo con sus dos manos su redonda barriga.

–Bueno, pues si se ríen de mí no me importa a quién elijan como reina o rey. Pueden quedarse con su asamblea y que les aproveche —dijo la Piña y se fue furiosa, dando un portazo

Una vez que volvió la calma a la sala pidió la palabra la Guayaba y dijo:

–Si la Fresa propone al Mango, por tener éste un gran corazón, y si el Aguacate se propone por la dureza del suyo, yo también puedo ser reina de las frutas.

–¿Y usted por qué, señorita Guayaba?

–Tengo muchos corazones y un olor riquísimo.

–Bueno, si la Guayaba quiere ser la reina, yo también —replicó la Uva—. Gracias a la dulzura que guardo dentro de mí, siendo reina nunca les daré sinsabores.

–Y yo, a pesar de mi tamaño, ¿no tengo derecho? —preguntó la Sandía.

–¡No se olviden de mí! —exclamó el rubio Durazno, quien por ser un ricachón venido desde California se creyó con derecho de meter su cuchara.

–¡Los pobres y pequeños queremos una oportunidad! —gritó el Cacahuate.

Y después del Cacahuate todos reclamaron el trono. Comenzaron a discutir, luego a pelear, sin hacer mayor caso al Melón que gritaba:

–¡Orden, orden!

Al final no pudieron ponerse de acuerdo y abandonaron en tropel la sala. Todas la frutas iban magulladas por el pleito y dolidas porque nadie fue reina o rey entre ellos.

 

 

 

 

 

 

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